Reconocernos —no teóricamente, sino experiencialmente— como esa presencia lúcida, equivale a situarnos en el centro de la rueda de la que nos habla el Tao Te King: ese espacio vacío de su interior que posibilita el movimiento de la periferia (el flujo del pensamiento, nuestros estados anímicos pasajeros) pero que, a su vez, es inafectado y no arrastrado por él. Descubrimos que el núcleo de nuestra identidad es incondicionado y libre.
Aquellos enfoques, disciplinas o psicoterapias que pretenden superar las contradicciones y condicionamientos de la mente individual sin ir más allá de la mente, caen necesariamente en falacias y contradicciones internas. Ningún problema puede resolverse en el mismo nivel de conciencia en el que se creó. Su resolución ha de conllevar siempre un salto de nivel, y este último, a su vez, un ahondamiento en el sentido de nuestra identidad. Es esencial situarla en un nivel más originario: lo que la tradición vedanta denomina “testigo” (saksi), o la tradición estoica el “regente” o “principio rector” (hegemonikon).
En mi obra La sabiduría recobrada explico cuál es la naturaleza de la atestiguación característica de esa instancia interior que la tradición vedanta denomina Testigo, en qué difiere de nuestro estado ordinario de atención, y cuáles son sus frutos. Lo resumiré a continuación:
En dicha atestiguación no hay identificación con lo observado, con nuestros contenidos de conciencia. La conciencia testigo no se apega ni condena, pues los juicios de valor, y las sensaciones consiguientes de agrado o disgusto, son también parte del flujo del pensamiento, parte de lo observado. Como la atestiguación es más originario que cualquier juicio, no resiste la experiencia presente sea del tipo que sea (dolor, confusión, aburrimiento, entusiasmo…); la experimenta plenamente sin resistencias, pero también sin identificación. La atención del testigo no es selectiva ni excluyente y no se orienta al logro de una meta, no es un medio para obtener un resultado.
La práctica de la atestiguación nos ayuda a dejar de tomar los contenidos de nuestra mente —nuestros pensamientos y emociones— demasiado “en serio”, como algo constitutivo de nuestra identidad, pues nos revela que de ellos no depende lo que esencialmente somos. Dejamos de otorgar un valor absoluto a lo que denominamos “mis pensamientos, mis emociones, mis acciones, mi vida, mi persona…”. Abandonamos poco a poco el hábito de dramatizar nuestras experiencias, de ver el mundo como el telón de fondo de dicho drama, y a las demás personas como los actores secundarios del mismo. Nuestra mirada y nuestra vida adquieren un sabor más transpersonal (en el sentido de más objetivo y universal). Adquirimos una creciente ecuanimidad y libertad interior al no confundirnos con nuestros pensamientos y sentimientos, positivos o negativos, pues la identificación nos movía con ellos impidiéndonos alcanzar la paz y la estabilidad.
Se operan en nosotros transformaciones espontáneas y “no pretendidas”; descubrimos que el empeño en ser mejores es con frecuencia contraproducente y que solo cuando no resistimos “lo que es”, es decir, cuando otorgamos a todo una atención incondicional, también a lo que solíamos calificar de negativo, experimentamos las más revolucionarias transformaciones; que solo cuando aceptamos una situación nos podemos elevar sobre ella.
Esta asunción de todo —también de la propia ignorancia y confusión— propicia una actitud de lucidez desimplicada y objetiva que nos hace más penetrantes, que favorece la comprensión; se agudiza en nosotros esa “inteligencia” que no equivale a erudición ni a mera capacidad lógica-discursiva.
Por último, al dejar de resistir o de identificarnos (a través del rechazo y el apego) con aquello que tiene lugar en nuestro campo de conciencia, comenzamos a apropiarnos de la totalidad de nuestra experiencia. Nos volvemos más íntegros, más unificados y totales, y también más solidarios, pues hemos aprendido a asumir todas las dimensiones de nuestra experiencia y, consiguientemente, también las de los demás y las de la realidad en su conjunto.
Obviamente, la expresión madura de estos frutos es el resultado de un compromiso sostenido, firme y sincero con el conocimiento propio, pero ya desde el inicio la práctica de la atestiguación nos permite saborear una nueva e inconfundible libertad.
Por Mónica Cavallé
http://denkomesa.blogspot.com.es/2016/05/la-conciencia-testimonial.html
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