jueves, 5 de abril de 2012

¿La ética está en nuestro cerebro?

¿La ética está en nuestro cerebro?




Tras la explosión de la ciencia del cerebro,
cuando día a día se descubren los secretos que acumula el órgano que tiene las claves de lo que fuimos, somos y seremos ¿qué es la ética, la filosofía moral? ¿Queda algo al margen de esa masa de 1.350 gramos poblada con 100.000 millones de neuronas y 100 billones de sinapsis?
Estamos descubriendo y confirmando de forma insistente que nuestro cerebro contiene claves que son auténticos códigos morales por los que nos regimos.
¿Podemos seguir hablando de cosas tan relevantes para nuestra vida como la responsabilidad y la autonomía, el bien y el mal, o todo es una ilusión?
Adela Cortina, en su reciente obra Neuroética y neuropolítica (Tecnos), adelanta que cualquiera que sea el avance de las neurociencias, sigue siendo válido el consejo socrático: conócete a ti mismo. Aunque paradójicamente parezca que vayamos detrás de nuestro cerebro, no podemos renunciar a conocer mejor ese cerebro y así llegar a entender nuestra posición en la vida.


Debemos preguntar a la neuroética
¿Respaldan las investigaciones neurocientíficas una ética universal como la expresada en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 o bien deberíamos modificarla sustancialmente?

➔¿Muestran esas investigaciones que sigue siendo posible la libertad humana y que cada individuo sea dueño y responsable de sus actos, sin estar irremediablemente condicionado?

➔¿Hemos de seguir educando a las generaciones que nos siguen para respetar los derechos de todos, para participar en la vida política y ser responsables de las decisiones que tomen?


Probablemente esto es cierto
Sí, la investigación del cerebro es la única investigación posible del yo.

➔Pero probablemente es igualmente cierto que nuestro cerebro es lo que es como consecuencia de los genes triunfadores que han convertido en orgánico el resultado de la evolución.

En el origen evolutivo de las relaciones sociales –reflexiona Adela Cortina– y durante la construcción del cerebro humano, los individuos vivían en grupos que no solían sobrepasar los 100 o 130 componentes. En los millones de años que duró la hominización, la cohesión social fue un gran valor para la supervivencia.
Cuando hay cercanía física, se activan los códigos morales, emocionales, de supervivencia, mientras que cuando no hay tal proximidad tribal, se activan otros códigos cognitivos más fríos, alejados de la exigencia inmediata de la supervivencia.
Nuestro juicio moral es distinto según que la otra persona esté junto a nosotros o lejos de nosotros: por ejemplo, recibimos una carta de una acreditada organización internacional en la que se nos invita a dar 600 euros para salvar a un niño que vive en un país muy lejano y que morirá si no le llegan provisiones. La citada organización no nos produce desconfianza. La mayoría aceptaríamos que no está mal no dar dinero en este caso.
El comportamiento sería diferente si en nuestro propio barrio nos piden 600 euros para a sufragar la operación de un niño de la vecindad. El dinero es el mismo, el niño es igual en ambos casos y la finalidad equivalente, pero el resultado de la cuestación con seguridad sería diferente.

Otro dilema ejemplifica las opciones cerebrales que pueden definirse ante los conceptos de matar o morir. Para ilustrar ese dilema, Cortina cita un conocido ejemplo propuesto por el científico Hauser:
“Diana viaja en un tranvía que circula sin control. El conductor ha perdido el conocimiento y el tranvía se precipita hacia cinco excursionistas que caminan por la vía sin advertir el peligro y entre los empinados ribazos que impedirían cualquier huida. Diana, sin embargo, puede dar un volantazo hacia la izquierda y desplazar el tranvía a una vía en la que hay un operario trabajando? ¿Qué hacer en fracciones de segundo?
Hauser asegura que tras someter a encuesta a varios miles de individuos, aproximadamente el 90% de ellos aseguraba que era lícito accionar la palanca para salvar a los cinco excursionistas, sacrificando al operario.
En otro escenario, Francisco está en un viaducto situado sobre la vía del tranvía. Se acerca otro tranvía descontrolado por la posible ausencia de conductor. En la vía hay cinco personas que no podrán huir a tiempo. Junto a Francisco hay una persona muy obesa, a la que ése puede empujar con facilidad sobre la vía, siendo capaz de obstaculizar el curso del tranvía hacia la muerte de los cinco excursionistas. ¿Deberá ser sacrificada la persona obesa para salvar a las otras cinco?
Hauser descubrió en sus investigaciones que sólo un 10% de los encuestados tuvo por lícito que Francisco empujara a la persona obesa, aunque por ello murieran las otras cinco.

En juego estaba, en ambos dilemas, la diferente percepción que tiene el cerebro ante matar o morir.


¿Qué ocurre en el cerebro de cada sujeto mientras valora una situación?

Las técnicas de neuroimagen permiten apreciar en las situaciones personales una gran actividad crucial en el procesamiento de las emociones, un circuito que va aproximadamente desde el lóbulo frontal hasta el sistema límbico.
Cuando había conflicto entre salvar a cinco personas y no dañar a una, la tensión afectaba a la circunvalación cingulada anterior. Cuando los sujetos formulaban su juicio a contracorriente, se mostraba una actividad mucho mayor del córtex prefrontal dorsolateral, la zona que interviene en la planificación y el razonamiento.
Esas respuestas mayoritarias son prueba inequívoca de que proceden de los funcionamientos primitivos de nuestro cerebro, adquiridos a lo largo de la evolución. Habría, pues, una capacidad de distinguir entre el bien y el mal, que tendría una función adaptativa.
La capacidad de reconocer normas de conducta en la sociedad y de aplicarlas a los demás y a sí mismos ayuda a sobrevivir y a prosperar.


El amor a los próximos, inscrito en el cerebro
La impresión más primitiva que pudo impactar el cerebro del humano que iniciaba su carrera en la Tierra fue: cuida la relación con tu familia; desconfía de los alejados de ésta. El principio de prudencia es el más congruente en la lucha por la supervivencia.
Si no avanzáramos, desde el análisis de lo que los científicos constatan en los orígenes evolutivos, el código resultante echaría por tierra las éticas kantianas, utilitaristas, las de las religiones más arraigadas, la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas de 1948… tantas construcciones moralistas basadas en idealizaciones que han convencido a las sociedades desde hace muchos siglos.
En sus últimas consecuencias la estructura inspirada por el principio dominante de la supervivencia podría llevarnos a validar prácticas como el nepotismo generalizado, el racismo radical y hasta las limpiezas de sangre que durante mucha parte de la historia fueron comunes y aceptadas.
Probablemente convivimos como seres humanos; no evolucionamos tan deprisa como nuestra ansiedad podría esperar. Los individuos y nuestra especie procesan un número descomunal de experiencias, a través de redes más numerosas de cerebros que se expanden sin pausa y que son testigos de todo tipo de eventos sociológicos.
El resultado de esa acumulación exponencial de información en los últimos tres siglos ha sido superior a la información de la que pudo disponer el cerebro en el anterior millón de años.
No han cambiado los códigos –según aseguran los científicos– pero se ha impulsado al cerebro hacia comportamientos y estrategias de supervivencia mucho más sofisticados.

FUENTE: REVISTA FILOSOFIA HOY:
http://www.filosofiahoy.es/index.php/mod.pags/mem.detalle/idpag.5595/cat.4014/chk.c36ed0bbbfe6f28a83bd488e5eecbe2d.html

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